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jueves, 22 de diciembre de 2016

Discurso de Instrucción a un recién recibido





Este texto proviene de un documento que figura en los fondos Jean-Baptiste Willermoz de la Biblioteca Municipal de Lyon (5.919-12). Se trata de un Discurso destinado a instruir a un miembro de la Orden de los Élus-Cohen recién recibido en los tres grados preliminares de la Masonería simbólica.
La ortografía y la puntuación han sido modernizadas.
Hermano mío, se os ha dicho en vuestro primer examen que la Orden encerraba conocimientos sublimes y los más capaces de satisfacer al hombre que piensa en conocer la nobleza de nuestro origen, la dignidad de la excelencia de nuestro ser, el fin para el que habéis sido creado, la gloria del primer estado del hombre en tanto que se mantuvo en la justicia, el género de prevaricación del que se hizo culpable para con el Creador, el justo castigo que recibió y del que todos sentiremos los efectos hasta el final de los tiempos, y por último, los medios de readquirir una parte de los derechos que ha perdido, si se le encuentra digno.
Tales son, Hermano mío, los objetivos sobre los que la Orden se propone instruiros en la medida que los merezcáis por vuestro propio trabajo y progreso, haciéndolo sin imprudencia y sin indiscreción. En los grados que acabáis de recibir, nos habéis vuelto a trazar los emblemas de la incorporación del primer hombre en su primer estado de gloria, de su prevaricación, del justo castigo que recibió y que ha resultado reversible sobre toda su posteridad, y de su reconciliación con el Creador.
Vos nos habéis representado los emblemas de la creación de este universo físico de materia aparente, de la composición y destrucción del cuerpo, y finalmente de la reintegración de esa misma materia aparente en su primer principio. Voy a trazaros un ligero esquema de las principales ceremonias que se han realizado sobre vos y que han podido escaparse en parte a vuestra atención; grabadlas bien en vuestra memoria, para meditarlas en paz y silencio, a fin de que podáis recoger con el tiempo todo el fruto que deseáis.
Habéis estado situado en el centro de seis circunferencias y del doble triángulo, ni desnudo ni vestido, despojado de todos los metales, las rodillas remangadas y los puños sobre los ojos, envuelto en tres tapetes: blanco, rojo y negro.


 

La actitud en la que habéis estado situado es cercana a la del niño en el seno de su madre, por la que habéis formado un triple triángulo, y representa a la materia en su primer estado de indiferenciación, o las esencias espirituosas destinadas a la construcción de este universo físico de materia aparente y la producción de todos los cuerpos que les están contenidos, indiferencia que no ha cesado sino después de que el espíritu del Creador hubo expandido, por su acción orden y el arreglo según el plan que había sido concebido en la imaginación del Creador, para subsistir durante todo el tiempo que él ha fijado su duración, mediante un decreto inmutable.
Los seis círculos o circunferencias que habéis visto trazados a vuestro alrededor, os recuerdan los seis pensamientos inmensos del Creador, que han producido la creación universal, velada por los seis días de los que Moisés hace mención en el Génesis.
Vos debéis de concebir, Hermano mío, que el Creador, siendo eterno y no habiendo tiempo para él, con un sólo instante le es suficiente para operar todos los actos de su voluntad y, consecuentemente, no había ninguna necesidad de ese intervalo de tiempo al que llamamos “día”.

Esos seis días no son, por tanto, otra cosa que un velo que Moisés ha proporcionado para cubrir los medios secretos que el Eterno ha empleado para la construcción de su templo universal, y los seis pensamientos divinos que lo han producido, que aprenderemos a conocer por la adición misteriosa de tres facultades potentes y distintas que son en él, el pensamiento, la voluntad y la acción.
Reflexionad sobre esas tres Facultades, que encontraréis innatas en el hombre, y veréis que no es sin razón que se os enseña que ha sido creado a imagen de Dios, puesto que son el carácter que le distingue únicamente de todos los demás animales, y puede ser que encontréis en qué consiste esta semejanza divina, igualmente interna en él, que completa el número perfecto de sus facultades y que no puedo explicar ahora.


Ese velo dado por Moisés, es tan grosero, que el mismo Moisés desplegándolo no temió el realizar una contradicción evidente, ya que sitúa solamente en el cuarto día de la creación los dos astros luminosos que por su curso periódico fijan el intervalo del tiempo al que llamamos día.
¿Cuáles eran, según él, los tres intervalos que precedieron al cuarto? ¿Podemos pensar que un hombre tan iluminado caiga a propósito en tan gran absurdo? Debemos creer, más bien, que ha querido de alguna forma forzar a los hombres de deseo que quería instruir a buscar por si mismos el sentido misterioso que encerraban.
Debéis de concluir por este sólo ejemplo sobre el que me he extendido un poco para vuestra instrucción, que Moisés tuvo la misma conducta en muchas otras partes de sus escritos, en los que debéis de abandonar la letra con frecuencia, sobre todo en lo que enseña sobre el género de prevaricación de Adán, que produjo en toda su posteridad eso que denominamos el pecado original.


El nos representa al primer hombre en el momento en que fue tentado, revestido de una naturaleza gloriosa e incorruptible.
Es cierto, que en ese estado, una manzana debía de tener poco atractivo para él, ya que poco uso podía hacer de la misma; pero sea cual fuere el género de su prevaricación, vemos siempre una atroz desobediencia y un abuso de su potencia que se ha vuelto y se volverá muy funesta para su posteridad.
En efecto, cuando alcancéis a conocer la especie del crimen que cometió, a concebir toda su enormidad, veréis cuán injusto es que el hombre acuse a la Divinidad de ser la autora de los males infinitos que sufre en esta vida pasajera.
Estaréis menos extrañado del justo castigo que le sumió en las tinieblas, donde se encuentra enterrado, así como de la infinita misericordia del Creador, que lo mismo que castigó a su criatura le ha puesto los medios para readquirir lo que perdió por su falta.


Tal es, en efecto, la ceguera humana, que la incredulidad de la mayoría de los hombres funda sobre su repugnancia a sacar provecho de esos medios, sin darse cuenta que esa repugnancia no les es natural y que les ha sido sugerida por su enemigo común, que no contento de haber seducido al primer hombre, se esfuerza continuamente en tener a toda su posteridad en sus cadenas, obscureciéndole el juicio, ahogando en él lo que es el germen de la Verdad eterna que está grabada en nosotros.
Esta incredulidad tan condenable toma su fuente en los mismos libros que Moisés escribió para instruirnos.
Como un hábil médico que proporciona los remedios y los alimentos según el estado y temperamento de sus enfermos, ese gran hombre, repleto del espíritu de Dios, veló lo hechos que quiso transmitir para prevenir la debilidad de aquéllos a los que quería instruir.
El temió mostrar una luz demasiado viva a los ojos muy débiles para sostenerla.
Esta prudencia ha provisto de armas a los incrédulos, a veces forzados a reconocer en él un alcance de genio, sabiduría y de potencia superior al resto de los hombres, pensando más en recoger todas las aparentes contradicciones que han podido encontrar en sus escritos para atenuar la fuerza y la pureza de su doctrina.


Algunos, incluso han llegado a dudar de su existencia, atestiguada por toda una nación que ha presenciado las maravillas que operó en su favor; y uniendo la impiedad y la incredulidad, prefirieron mejor considerar ridículos los hechos más respetables que su ignorancia no podía concebir, a buscar de buena fe y en la simplicidad de su corazón, penetrar el velo misterioso con el que el escritor sagrado ha querido cubrirlos.
Dad las gracias al Eterno, que por su bondad infinita os ha revelado el deseo de conocer la verdad, que os ha conducido a este templo que será para vos un refugio contra los errores del siglo y donde podréis meditar en el silencio y la paz por su ley santa y sus obras.
Paso a la explicación del doble triángulo, que está formado por dos triángulos equiláteros, los cuales merecen una explicación particular.
El triángulo equilátero es, de todos los emblemas dados a los hombres, aquél por el que siempre ha habido la más profunda veneración aunque se haya errado algunas veces en la explicación que se le ha dado.
No es menos respetable, puesto que representa el principio de todas las cosas creadas, o sea la trinidad temporal que han confundido con la trinidad espiritual.
El espíritu puro y simple, no forma ninguna figura visible a los ojos de la materia.
La del triángulo no puede pertenecerle ya que no puede convenir más que a producciones temporales comprendidas en la creación universal.
Así, la Orden nos enseña que el primero de los dos triángulos sobre los que habéis estado emplazado, no representa otra cosa, sino los tres principios que constituyen el cuerpo, como son el azufre, la sal y el mercurio, o los tres elementos de los que provienen, que son el agua, el fuego y la tierra, o por último, las tres esencias que denominamos espirituosas que han cooperado en la producción de toda forma corporal, bien sea en lo terrestre o en lo celeste.
Los hombres, a medida que se alejan de su principio, se acostumbran a creer que la materia existía necesariamente por si misma y que, como consecuencia, no podía ser destruida completamente.
Si tal es vuestra opinión, es uno de los primeros sacrificios que deberéis de hacer para alcanzar los conocimientos a los que aspiráis.
En efecto, si vos atribuís a la materia una existencia real que nunca ha tenido, sería considerarla como eterna, como a Dios; es atacar la unidad indivisible del Creador en el que por una parte admitís a un ser espiritual puro y simple, eterno, y a un ser material, eterno como él, lo cual es absurdo de pensar.
Os enseñaré que el Creador quiso castigar el orgullo y la prevaricación de los primeros espíritus que habían emanado de su seno, y establecer para ellos un lugar de privación donde ejercieran por un tiempo inmemorial toda su malicia y poder que les era innato desde su emanación, concibiendo en su imaginación el plano de este universo físico para servirles de límite y separarlos de su Corte Divina.
El emancipó de su inmensidad divina seres espirituales con la facultad de producir las tres esencias espirituosas que debían de servir de base a toda forma corporal.
Esos espíritus que denominamos espíritus del eje del fuego central o fuego increado, produjeron, en efecto, según la facultad que era innata en ellos y la voluntad del Creador, esas tres esencias espirituosas, pero quedaron en un estado de indiferencia las unas respecto a las otras, formando eso que llamamos el caos, hasta que el Espíritu doblemente fuerte o la acción directa del Creador, mediante su descenso en este caos, hubo dado la vida y el movimiento a todo lo que era contenido, evitando la explosión por su retiro.
Desde entonces, todo tomó forma y cada parte tomó el arreglo que le fue asignado por la voluntad divina.
Estas son esas tres esencias o principios de toda corporización, que os son representadas por el primer triángulo, y al mismo tiempo he aquí el origen de ese famoso número ternario universal que ha tenido tan gran veneración entre los pueblos de la tierra.
El número ternario de las esencias espirituosas produce el número nonario, dado a la materia, sea mediante la adición de las tres esencias espirituosas de los tres elementos de donde provienen y de los tres principios corporales que, como ya hemos dicho, llamamos azufre, sal y mercurio.
Nosotros aplicamos el mercurio o principio activo a la tierra, el azufre o principio [principio vegetativo]7 al fuego, y la sal o principio sensitivo al agua.
Nos encontramos por lo tanto con el número nonario, que conocemos por ser el número de destrucción de esa materia aparente, en la adición mística de sus principios y multiplicando el número tres por sí mismo.
Es evidente que el más pequeño átomo de materia no subsiste sin la unión íntima de tres principios corporales que los mismos sabios del siglo reconocen que existen en todos los cuerpos.
Porque desde que esa unión cesa, el cuerpo se destruye y desvanece.
De lo que resulta que cada uno de esos principios, en tanto que coopere en conservar una forma, es siempre mixto y compuesto de otros dos, no difiriendo más que en el dominio sobre ellos en tal composición.
Estos tres principios reconocidos mixtos, cada uno separadamente, forman mediante su unión el número nonario.
Este número es reconocido por los sabios como el número de la destrucción, porque como el triángulo es la forma más simple que puede formarse, y no estando este sino formado por la unión de sus tres bases, dejaría de ser triángulo si viniese a separarse una de las bases; lo mismo sucede cuando el principio de vida que se encuentra insertado en todos los cuerpos, cualesquiera que sean, y que conservan la forma y el movimiento, viene a retirarse.
Entonces los principios corporales se disuelven, reintegrándose en los elementos y estos en las esencias espirituosas que los han producido, que a su vez retornan a su primer estado de indiferencia, siendo rápidamente reintegradas en lo que las ha producido.
Es así cómo este universo físico de materia aparente será prontamente reintegrado a su primer principio de creación tras la duración del tiempo que le está fijado y que ha sido concebido en la imaginación del Creador.
Aprended de ello, Hermano mío, el caso que debéis de hacer a esa materia de la que los hombres han hecho su ídolo y ved cuánto han abusado groseramente sacrificando por ella todo lo que les es más precioso.
El segundo triángulo hace alusión al cuerpo general terrestre o a la Tierra.
Esta es ternaria, estando compuesta por los tres principios universales, mercurial, azufre y sal, así como de todos los demás cuerpos comprendidos en la creación.
La Orden nos enseña que esta tiene ciertamente una forma triangular, y que se encuentra apoyada como un pibote en el eje del fuego central, que su superficie con todos sus habitantes, representada por el símbolo del triángulo, recibe las influencias de los cuerpos planetarios que la dominan y la substancian, poseyendo únicamente tres horizontes terrestres: Oeste, Norte y Sur, que os son representados por los tres ángulos del triángulo.
En efecto, reconocemos que el cuerpo terrestre no tiene fijo el Oriente, lo que está probado por la cuadratura del círculo que los hombres buscan desde hace largo tiempo y no pueden encontrar.
Su verdadero Este es perpendicular y le viene de lo alto.
Este sistema, tan diferente a todos los sistemas adoptados por los sabios del siglo, os asombrará sin duda, pero acostumbraos en buena hora a suspender vuestro juicio sobre la naturaleza de las cosas que están por encima de vuestro alcance hasta que hayáis adquirido las luces que os señalen, para juzgar sanamente, y que podéis adquirir por el tiempo, y merecer por vuestro propio trabajo el juzgar mejor por vos mismo la verdad de las cosas que se os instruirán.
La Orden no exige de vos una confianza ciega sobre todo lo que se os enseñe.
Se os instruye de hechos y se os deja en libertad de comparar, pero falta aportar en ese examen el que permitáis una docilidad de corazón y de espíritu que os permita dejar ver la verdad a través de las nubes de que los hombres están cubiertos.
No hay nada más contrario al avance de los hombres en las ciencias que el prejuicio; este obscurece el entendimiento y le presenta los obstáculos como invencibles, los cuales podría superar con soltura con un espíritu liberado de toda prevención.
No sigáis aquí la marcha ordinaria de los hombres que se pierden en vanos razonamientos y no se ponen jamás de acuerdo entre ellos en los puntos más importantes.
Escuchad en silencio las instrucciones que os serán dadas, meditadlas en paz y solicitad sin cesar la inteligencia al autor de toda luz y de toda verdad que es el único que puede dárosla de una forma que disipe plenamente todas vuestras dudas.
El segundo triángulo hace por tanto alusión al cuerpo del hombre, que es también nonario en sus principios constitutivos y en su división.
Tiene también una forma triangular, como el cuerpo general terrestre del que es la repetición, así como de toda la creación universal, puesto que se nos ha enseñado que es el pequeño mundo.
Digo que es ternario en sus principios constitutivos, puesto que está formado de tres elementos o primeros principios que componen el armazón: el mercurio, el azufre y la sal.
Nosotros aplicamos el mercurio a la tierra, a lo sólido o a lo óseo, el azufre o el fuego a lo fluido o a la sangre, la sal o el agua a la carne o al desarrollo del cuerpo.
Es ternario en su división como la creación universal en la que reconocemos realmente tres partes muy distintas, a saber, la terrestre, la celeste y la supraceleste.
Lo mismo que en el cuerpo del hombre distinguimos el vientre o parte vegetativa, que corresponde a la parte terrestre, el pecho o la parte animal, que corresponde al celeste y la cabeza o parte espiritual que corresponde al supraceleste.
Encontramos la misma división en el templo elevado a la gloria del Eterno por Salomón, que construyó sobre los planos dados a David, por el Supremo Arquitecto, siendo también una repetición del cuerpo del hombre y de la creación universal.
Vemos efectivamente el porche, que corresponde a la parte inferior del cuerpo del hombre o al vientre, así como a la parte inferior de la creación de la tierra; después viene el templo que corresponde al pecho y al celeste; finalmente, el santuario, que corresponde a la cabeza del cuerpo del hombre y a la parte supraceleste de la creación universal.
Cuando sea el tiempo, os explicaremos las relaciones del Santo de los Santos con los otros dos.
Me limito en el presente a presentaros lo que se encuentra comprendido en la creación universal, no comprendiendo en esta división principal del cuerpo del hombre más que cuatro miembros que sólo están adheridos al tronco y que nos servirán, bajo otro punto de vista, para haceros sentir otras relaciones.
En efecto, añadid el número de esos cuatro miembros a la división ternaria que os acabo de hacer y encontraréis el número septenario de los cuerpos planetarios que se encontraban representados en el Templo de Salmón.
Para sentir mejor la relación, examinad el emplazamiento de cada uno.
Como Saturno, que es el más elevado, dirige y gobierna todos los planetas que le son inferiores, la cabeza o la parte espiritual que representa, preside y gobierna el resto del cuerpo.
Contad por un lado la cabeza y los dos hombros que representan a Saturno, Marte y Mercurio, y por otro, al vientre y los dos muslos, que os representan igualmente a Júpiter, Venus y la Luna.
Encontraréis en el centro de esta división el pecho o el corazón que, por su acción vivificante sobre todas las partes del cuerpo os representa al Sol, situado en el centro de los otros seis planetas sobre los que expande sus influencias.
Podría haceros sentir otras relaciones interesantes sobre el cuerpo del hombre, que no es otra cosa que una Logia o un Templo dispuesto por el Creador para recibir al ser espiritual divino que ha sumergido, enviándolo para dirigir el pequeño mundo verdaderamente, o la repetición de su templo universal, que es la Creación.
Me contento con explicaros el sentido de algunas palabras misteriosas que los masones apócrifos emplean, sin dar jamás ninguna explicación satisfactoria.
Dicen, hablando de su Logia, que tres la forman, cinco la componen y siete la hacen justa y perfecta.
Aplicad estas palabras a la Logia del hombre que contiene al espíritu del Menor que la dirige y encontraréis el sentido de dichas palabras.
Tres la forman.
Habéis visto, en efecto, que el cuerpo del hombre proviene de los tres principios de toda corporización, y habéis visto también que son aplicados a los huesos, a la sangre y a la carne, cuya unión proporciona realmente una forma determinada al cuerpo, pero ese cuerpo no será susceptible de ningún movimiento ni de flexibilidad si no añadimos los nervios y los cartílagos, cuya suma a los tres primeros compone realmente y perfecciona el armazón del cuerpo.
He aquí el número quinario, pero no sería más que un cadáver si el alma o el centro de la vida pasiva que le es común con todos los animales, no viene a darle el movimiento.
Es después de esta operación que adquiere la exactitud, repitiéndose en el número senario de la Creación.
No podéis dudar de que el hombre no sea distinguido de los demás animales por la presencia de un ser libre e inteligente que le dirige.
Es el descenso o la incorporación de ese ser espiritual divino emanado a imagen y semejanza del Creador en el cuerpo del hombre, que le da toda la perfección de que la Logia es susceptible.

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